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Heráldica eclesiástica


En el siglo XIII, y como continuación de la Heráldica militar, es la religiosa la primera que hace su aparición. Sirve para distinguir, a través de los escudos grabados en los sellos episcopales y para acreditar el origen de los documentos, identificar la diócesis que los despachaba y al ordinario cuya firma los daba validez. Se conservan algunos documentos anteriores a dicha época que se autentizan con escudo de armas eclesiásticas, pero la difusión de éstas se produce a partir del siglo XIII.

Las primitivas armas eclesiásticas corresponden a los blasones gentilicios de la familia del prelado, los cuales las emplean puras al diferenciarse por la boca del escudo de las del jefe de la casa y, por otro lado, al carecer de descendientes, al menos legítimos, se agota en ellos el uso de las mismas.

En aquellos eclesiásticos en cuyo origen entraba la bastardía, es decir en hijos de eclesiásticos, debían brisar o subrisar sus armas de acuerdo con la correspondencia a la naturaleza de sus padres. Los eclesiásticos que solamente hubieran recibido órdenes menores podían contraer matrimonio, y por ello y con este acto legitimar a sus hijos, mientras que aquellos que hubieran recibido las mayores, aun abandonando el estado eclesiástico, no podían, ni aun alegando la concepción antes de recibir éstas, legalizar la situación de sus hijos. Sus hijos eran bastardos y, por tanto, sus armas tenían necesidad de la brisura como para las de idéntica condición en las gentilicias.

En 1166 el pontífice Alejandro III decreta y determina que todos los documentos que se remitan a la corte pontificia vayan debidamente sellados, careciendo de valor legal aquellos en los que no concurra esta circunstancia, fallecidos los testigos ante quienes se redactaron y aun en el caso que hubiesen estado extendidos ante un escribano. Con ello, obliga a todas las diócesis y conventos a emplear el uso de un sello con sus armas peculiares para la identificación de sus documentos. En los principios del siglo XIV se extiende el uso de timbrar los documentos eclesiásticos y se percibe el empleo del escudo no solamente en los arzobispados y obispados, como se venía haciendo, sino en los abades y priores y para las corporaciones religiosas como catedrales, cabildos, colegios, monasterios y rectorados. Por otra parte, en el siglo siguiente las mismas iglesias inician el uso, muchas de ellas de su propio sello, en el cual graban, generalmente más que armas, el santo de la devoción al cual estaban dedicadas.

La Heráldica eclesiástica para el uso de las monedas se desconoce prácticamente hasta el pontificado de Alejandro V, hasta cuya época únicamente se venían empleando las llaves y la tiara como signo de la silla de San Pedro. Desde Juan XXII la numismática eclesiástica se enriquece con la labra en ella de los escudos heráldicos de los pontífices, usando como timbre las llaves de San Pedro y la Tiara. El papa Martín V es el primer pontífice que lleva a las monedas el escudo familiar, batiendo moneda y diferenciando netamente las armas personales del pontífice con los atributos de las pontificias, representadas, a partir de entonces, por las llaves y la tiara que quedan para distinguir como emblema los estados pontificios primero y el Vaticano después, usándolas como ornamento exterior para las propias de cada pontífice. En los sellos de lacre y cera vaticanos se refleja esta novedad en esa época que ha continuado como costumbre y tradición hasta el momento.

En infinidad de iglesias encontramos blasones gentilicios, es decir, correspondientes a personas sin relación aparente, al menos, con la jerarquía eclesiástica. La presencia de estas armas en los lugares sagrados se deben a tres razones muy diferentes: por patronatos, por sepulturas y por donación. Las primeras, siendo las más difundidas; son las menos reconocidas por los posibles derechos derivados de su presencia en determinadas capillas o altares y que pudieran reivindicar los descendientes de los fundadores del patronato. Las segundas corresponden a los enterramientos en las iglesias, costumbre decaída principalmente por razón de policía e higiene, pero cuya existencia es innegable y se debe a la adquisición realizada en tiempos para obtener una sepultura digna en el recinto sagrado, cuando se enterraba aún dentro de las Iglesias o en sus cercanías inmediatas. Su actual costumbre queda reducida casi exclusivamente a las altas jerarquías de la iglesia o a personas de sangre real. Y la tercera que es la única que continúa subsistiendo, aunque de manera muy limitada, obedece a una concesión especial derivada de una importante donación, bien por su donante o por servicios excepcionales a la nación o de generoso beneficio para la institución.

El blasón eclesiástico representa a las armas temporales de las personas, mientras que el timbre indica el rango y la dignidad.

Para significar las dignidades eclesiásticas, el arte heráldico se sirve de varios elementos litúrgicos, y muy principalmente del sombrero o capelo, como al laico le sirve el empleo del casco o de la corona. Para regular el uso de los escudos eclesiásticos, los Estados de la Iglesia fundan en 1853, antes de la incorporación violenta de Roma a la unidad italiana, un «Istituto Araldico Romano» para la composición y ordenación de los escudos de armas eclesiásticos en relación con las dignidades por quienes por sus cargos desempeñaban éstas. Varios cánones regulan la forma, el uso de las armas y el sello eclesiástico en los diferentes documentos diocesanos.

Actualmente el Vaticano carece de una oficina Heráldica y al haber quedado suspendidos por el pontífice Pablo VI, los títulos nobiliarios pontificios, la guardia noble y cuantas constituciones, costumbres y tradiciones continuaban existiendo en relación con la nobleza romana o nobleza negra, ha ido decayendo igualmente el uso de las armas por los prelados.

De la Heráldica eclesiástica la única preocupación que se conserva allí donde se mantiene corresponde a los signos exteriores para diferenciar por ellos a las distintas jerarquías de la Iglesia.

Difícilmente las armas eclesiásticas corresponden a las leyes del blasón, la mayoría de ellas corresponden a un puro capricho del interesado, y la mayor parte de las gentilicias introducidas en sus escudos, por pura y simple coincidencia de apellidos. La composición de las armas eclesiásticas se debe ordenar dejando el cuartel de honor para las de la silla episcopal a que pertenece, si es que las posee lo que, en España, es pura excepción. La segunda partición, de haberlas, a las familiares o en su defecto o deseo a las de su ideal. Los escudos eclesiásticos se aconsejan partidos o cuartelados en la forma señalada de ser partidos y, de ser cuartelados, dedicando el primero y el cuarto a las de la silla, el segundo a las propias y el tercero reservado a las del ideal, pero todos estos buenos deseos de organizar la Heráldica eclesiástica fallan ante los propios del prelado por la diversidad de motivos que pretende introducir que abarcan, desde los símbolos o imágenes de su devoción, a los de las iglesias por donde ha ido sirviendo como párroco o a otras caprichosas y totalmente impropias de su cometido, constituyendo los escudos episcopales, principalmente los españoles, hasta hace muy pocos años, un verdadero muestrario de elementos notables.

 

Bibliografía empleada

-Cadenas y Vicent, Vicente de, Fundamentos de Heráldica, Madrid, Ediciones Hidalguía, 1994.

 
     
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