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LAS SEÑAS DE IDENTIDAD: EL NOMBRE DE PILA


Dentro del estudio genealógico de los linajes y de la investigación prosopográfica es fundamental tener una visión clara de lo que suponen las señas de identidad, tanto individuales como colectivas, y de su evolución a través de los tiempos.

Los estudios sobre estos temas en nuestro país no son muy numerosos. En los últimos años han aparecido diversos trabajos de ámbito local, casi siempre dirigidos al estudio de la etimología de los nombres propios, a la elaboración de repertorios onomásticos de alguna zona geográfica concreta o a esbozos generalizadores de cómo funcionó el sistema onomástica medieval. Sin embargo, no existe un estudio amplio y global de los usos onomásticos durante los últimos siglos en la península ibérica.

Y hablo principalmente de los usos porque creo que su conocimiento nos puede ayudar mucho más a conocer una determinada sociedad que otro tipo de criterios de estudio de los nombres, como puede ser el etimológico o semántico.

En efecto, cuando ojeamos cualquiera de los libros de onomástica que están a nuestra disposición, verificaremos que lo más corriente es dedicar sus páginas casi íntegramente al estudio de la etimología de nombres y apellidos, soslayando, casi siempre, el estudio de su uso a través de la historia.

Para nuestros objetivos, es decir, la utilización de la onomástica como instrumento de estudio de la sociedad del pasado, el sistema ha de ser precisamente el contrario: si profundizamos en la onomástica por considerarla un instrumento eficaz para la investigación, tendremos que constatar lo poco que influye en ello cuál fuera la etimología de cada nombre, que sólo tiene interés real para filólogos y lingüistas. Un ejemplo: si verificamos documentalmente que en una determinada fecha un matrimonio concreto impone a su hijo recién nacido el nombre de Bernardo, muy poco nos añade a nuestra investigación el hecho de que descubramos que etimológicamente este nombre quiere decir “fuerte como un oso”, porque tenemos la casi completa seguridad de que los que le impusieron este nombre ignoraban totalmente su significado. No se deduce de ello, por tanto, que el niño ostentara esta cualidad; que los padres tuvieran un desmedido amor por los osos; o que éstos animales abundaran en el territorio de referencia. Nada añadirá por tanto a nuestra investigación.

Sin embargo, si estudiamos el nombre de Bernardo bajo criterios distintos, podremos sacar otras conclusiones mucho más prácticas que nos permitirán conocer mejor el entorno del personaje: es decir, la devoción de esta familia al santo abad de Claraval; la influencia de la orden del Císter en la región en que estaban ubicados, o tal vez el parentesco de estos señores con algún otro personaje llamado Bernardo en cuyo honor le habrían impuesto el nombre al recién nacido.

Pues bien, para llegar a esta conclusión hay que tener siempre en cuenta dos principios importantes. El primero es que cada nombre tiene su propia historia. Tiene un nacimiento -aunque la mayoría de las veces resulte para nosotros desconocido-; tiene una transmisión en principio familiar; tiene una popularización, y posiblemente, en algunos casos, una desaparición, por su falta de uso.

El segundo principio es que los nombres tienen un sistema de transmisión, que no en todas las épocas es igual. Las familias, al imponer a sus miembros un determinado nombre de pila, siguen unas reglas más o menos rígidas, según cada sociedad y cada época, y el conocimiento de estas reglas nos es necesario para llevar a buen término nuestra investigación. Estas reglas son desde luego mucho más rígidas en las sociedades primitivas, de tipo tribal o estamental, y mucho más elásticas en cambio en las sociedades urbanas evolucionadas como la nuestra de hoy.

El conocimiento por tanto de los nombres utilizados por una determinada familia nos abre un amplio campo para la investigación y nos puede hacer llegar a conclusiones curiosas sobre sus orígenes étnicos, mentalidad, devociones, oficios, endogamia, características raciales, influencias culturales, etc.

Pero -y esta es la conclusión a la que queríamos llegar- así como en los tiempos modernos el sistema más importante para la adopción de nombres es su aparición en los medios de comunicación -véase, como muestra, la gran popularidad en nuestra sociedad de los nombres que suenan en las series televisivas americanas- desde el origen de los tiempos, hasta muy recientemente, la causa más usual de imposición de un nombre de pila ha sido la de su transmisión hereditaria.

Por tanto, si estudiamos de forma completa la genealogía de una familia o de un grupo de familias relacionadas, en una determinada época, llegaremos a conocer plenamente los usos onomásticos de esa sociedad en el período determinado que nos interesa.

El nombre individual


Desde los tiempos más primitivos, el individuo ha utilizado un nombre para distinguirse de sus semejantes. En algunas culturas, este nombre se otorgaba al individuo atendiendo a alguna de sus características físicas o espirituales, ya que no se imponía a la hora del nacimiento sino cuando el personaje comenzaba a madurar o manifestaba alguna predisposición o habilidad. No era por tanto un nombre estable y podía variar a lo largo de la vida. Sin embargo, conforme las sociedades empiezan a evolucionar culturalmente, el nombre va a ir respondiendo más a un deseo que a una realidad, es decir, se impone al niño un nombre de contenido simbólico -y en gran parte de sentido religioso- con el deseo de que su significado sirva de modelo o inspiración al así bautizado.

En el mundo bíblico vemos como esta elección se hace ya antes del nacimiento y así, podemos contemplar cómo, cuando los enviados del Señor comunican a Abraham que su mujer Sara parirá un hijo, ésta -que ya es anciana y está oyendo la noticia escondida- rompe a reír. Los ángeles le dicen entonces a Abraham, el niño se llamará Isaac, que quiere decir risa. Este no es un caso insólito y en los libros sagrados de los judíos podemos observar muchas otras explicaciones onomásticas.

Se ha de tener en cuenta, por tanto, que el nombre del individuo en los tiempos más primitivos es absolutamente original. Sólo cuando las generaciones se van sucediendo se va a ir haciendo obligado el repetir esos nombres, lo que precisamente va a ser el motivo de este trabajo, pues esta imposición del nombre personal, al que los cristianos llamamos nombre de pila, va a ser muy importante a la hora de conocer las mentalidades de cada época e incluso las distintas estructuras familiares.


El repertorio onomástico altomedieval


El repertorio onomástico tradicional de los españoles se ha formado principalmente de tres fuentes principales: la latina, que era la común de los hispano romanos primitivos. La germánica -concretamente la onomástica visigoda-; y la judía, más especialmente la bíblica, que ha entrado en la onomástica española a través de las devociones religiosas.

A ellas se pueden sumar en menor medida -y como cultismo religioso medieval- diversos nombres de etimología griega (Gregorio, Atanasio, Basilio, etc.), si bien es verdad que no gozaron de la misma popularidad que los de las anteriores fuentes. La onomástica musulmana, por el contrario, salvo entre los mozárabes medievales, no tuvo ninguna trascendencia entre los cristianos y sus nombres no han pervivido hasta la edad moderna.

En los primeros siglos de la Reconquista tenemos muy pocos datos y aislados. La exigua documentación se limita a donaciones o confirmaciones de tierras y privilegios a iglesias y monasterios, en las que contemplamos, junto al Rey otorgante, listas más o menos numerosas de nombres escuetos que les acompañan como confirmantes y testigos.

No obstante, de su estudio podemos sacar dos importantes conclusiones: la primera es que en los primeros tiempos del Reino asturiano no existía, o al menos no se pone en evidencia el que existiera, ningún tipo de apellido, es decir lo que podemos definir como nombre de familia destinado a distinguir unas personas de otras.

La segunda conclusión que nos ofrece la documentación es que existe una clara diferenciación entre la onomástica de la masa popular y la de las clases elevadas. Efectivamente los individuos del pueblo llano ostentan nombres típicamente latinos, como Cayo, Mario, Antonino, Honorio, Juliano, en los varones, o Aurea, Marcela, Marina, Julia o Faustina entre las mujeres, y sin embargo la familia real y los magnates, utilizan nombres típicamente germánicos; así los varones se llaman Nuño, Gutierre, Rodrigo, Alfonso, Vermudo, Ramiro, Fruela, Gonzalo, Hermenegildo, etc. y las mujeres Gontrodo, Froiliuba, Hermesenda, Adosinda, Elvira, Muniadomna o Leodegundia. Nombres estos últimos que, aunque nos cueste creerlo, eran utilizados por las más distinguidas damas de aquel tiempo.

No quiero con esto decir que la clase dirigente fuera étnicamente goda -pues sería entrar en una ya estéril polémica- pero sí he de resaltar la evidencia de que al menos lo más usual, lo que hoy podríamos calificar de lo elegante de la época, era ostentar nombres de este origen.

En el área oriental, en la Marca Hispánica, sucede exactamente lo mismo, aunque con una mayor influencia ultrapirenaica, manifestada en la adopción de nombres francos, como Raimundo, Ponce, Arnaldo, Guillermo, Berenguer, desconocidos en el resto de la península. Lógicamente, por las variedades dialectales del romance, también los nombres adoptan formas distintas aún siendo los mismos. Así, si el Hermenegildo, godo pasó a ser Menendo en Asturias y Galicia, en Cataluña tomará la forma de Armengol; los francos Raimundo, Guillermo, Arnaldo, Fulco o Gerardo, tomarán las formas de Ramón, Guillén, Arnau, Folch o Guerau. El pueblo llano sin embargo utilizaba de forma predominante los mismos nombres hispano-romanos del resto de la península.

Donde sí encontramos diferencias onomásticas, es en lo que podríamos llamar el área vascona. Es decir en el primitivo Reino de Pamplona y en la zona aragonesa del Pirineo. La sociedad vasconavarra, mucho más de espaldas a influencias extrañas, permanece durante siglos cerrada a variaciones onomásticas. En su seno aparecen nombres peculiares, en ningún caso de origen germánico, cuya etimología no se ha estudiado bien, pero cuya raíz eusquérica o latina eusquerizada, queda fuera de toda duda. Así, Sancho, Galindo, García, Íñigo, Fortún, Velasco, Lope, Aznar, Jimeno, Diego, usados por los varones, o Urraca, Oneca, Mencía, Velasquita, Sancha o Jimena, por las hembras.

Entre las mujeres observamos en estos tiempos dos costumbres curiosas cuya razón ignoramos, pero que la documentación conservada nos obliga a constatar. La primera es el uso de dos nombres por muchos de los personajes femeninos de la época, pero no como nombre compuesto, sino como apodo. Así se expresa explícitamente en muchas ocasiones: domna Controdo cognominata domna Urraca o Muniadomna cognomento domna Mayor. La segunda costumbre que observamos a veces es unir el tratamiento al nombre como sufijo, así: Muniadomna, Totadomna, etc.

Toda esta panorámica onomástica, que al principio de la Reconquista aparece claramente diferenciada, se va mezclando en los siglos siguientes y termina por confundirse de tal modo que ya en la Baja Edad Media resulta inútil el análisis del nombre de un personaje para atribuirle un origen geográfico concreto. Por tanto, si el uso de un nombre godo o latino nos servía en los albores de la Reconquista para determinar de forma aproximada la calidad social de un individuo o su origen geográfico, cuanto más vayamos avanzando en el tiempo irá sirviendo de menos. Las clases populares poco a poco en los siglos posteriores, irán adoptando nombres germánicos y vasco-navarros, abandonando por tanto los primitivos hispano-romanos, y en el siglo XIII nadie ya en la España cristiana ostentará los nombres primitivos de su población originaria. Nos basta para corroborarlo el comprobar que casi todos los patronímicos hoy existentes, que son el reflejo exacto de los nombres de pila utilizados en los siglos XIV y XV, están únicamente compuestos sobre los primitivos nombres godos o vascos, es decir: Fernández, Gutiérrez, Álvarez, Ramírez, González, Muñoz, Sánchez, López, García, Díaz, etc. Añadamos a ellos únicamente media docena de patronímicos derivados de santos de gran devoción medieval como Domingo, Pedro, Juan, Martín o Bemardo, y tendremos el elenco completo de los apellidos patronímicos existentes en los reinos occidentales, es decir, en Castilla, León, Galicia y Portugal.

Valor simbólico del nombre


Como ya hemos avanzado anteriormente, una de las características fundamentales que encierra la elección de un nombre de pila desde la alta Edad Media reside en el enorme simbolismo que encierra y lo definitorio que resulta su utilización para la adscripción de cada personaje, especialmente en la alta nobleza, a un linaje concreto. Por ello, resultaba fundamental comenzar estas palabras subrayando el carácter hereditario de los nombres de pila entre la nobleza altomedieval y su transmisión dentro de cada linaje.

Producto de este simbolismo onomástica va a ser una práctica corriente de estos tiempos, que nos va a servir de gran utilidad a los genealogistas, y que consiste en que en la sociedad medieval –y especialmente entre las familias de la nobleza- se acostumbra a imponer al hijo mayor el nombre de su abuelo paterno y al hijo segundo el del matemo. Esta práctica, que puede variar cuando la madre es una gran heredera y el padre de menor importancia, se mantiene hasta el siglo XVIII casi indefectiblemente. Es importante tenerlo en cuenta porque, a falta de otros datos, puede servir para establecer primogenituras en las filiaciones.

Este simbolismo onomástico es sin duda el motivo de que cada familia medieval, especialmente las dinastías soberanas, tenga un patrimonio onomástico reducido y concreto. Vamos a ver algunos ejemplos.

Observemos cómo en la dinastía medieval asturleonesa hay muy pocos nombres que se repiten constantemente: Fruela, Ramiro, Alfonso, Ordoño o Vermudo. En la condal castellana, Fernando y Gonzalo. En la real Navarra: Íñigo, Fortún, Sancho y García. En la condal catalana, Vifredo, Ramón, Borrell y Berenguer.

Sin embargo, este acervo onomástico originario de cada dinastía va a ir ampliándose con el tiempo, a través de los enlaces de las hijas del soberano con los monarcas vecinos. Esto explica la incorporación de los nombres de Sancho y García a la dinastía asturleonesa, por enlace de estos reyes con infantas navarras, o la del de Fernando, por matrimonio con infantas castellanas. Igualmente, por el mismo motivo, veremos los nombres leoneses de Ramiro y Alfonso introducirse en las dinastías navarra y aragonesa.

Cuando se produce la entronización en Castilla de la casa de Borgoña con Alfonso VII, los nombres siguen siendo los mismos, subrayando que este monarca desdeñó la onomástica de su ascendencia paterna borgoñona, es decir, que no usó para sus hijos los nombres de Raimundo, Guillermo o Reinaldo que eran los correspondientes a su padre y tíos paternos, tal vez por considerarlos exóticos.

Alfonso VIII introducirá en la dinastía castellana el nombre de Berenguela -debido al nombre de su abuela catalana, la Emperatriz-; el de Leonor, por su esposa, la Reina inglesa; el de Enrique por su suegro el rey de Inglaterra; y el de Blanca por su madre la reina navarra.

El matrimonio de Fernando III con Beatriz de Suabia, nos aportará el nombre de Felipe, por el emperador alemán, padre de la reina; el de Fadrique -o sea Federico- por el emperador alemán su tío; y el de Manuel, por la ascendencia materna bizantina de su esposa. La unión de Alfonso el Sabio con Violante de Aragón, introducirá en Castilla el nombre de esta reina, o sea Yolanda, así como el de su padre, don Jaime, su abuelo don Pedro, etc. Esta sistemática que estamos describiendo se da entre las otras familias reales peninsulares que no vamos a relatar para no hacer este trabajo más prolijo.

Pero subrayemos que siempre se trata de leyes de herencia y que -salvo excepciones- estas prestaciones sólo se realizan entre familias de igual rango. En efecto, los enlaces desiguales -si se puede emplear esta expresión para aquel tiempo- entre monarcas leoneses y las hijas de sus vasallos no van a suponer aportaciones parecidas. El matrimonio con una hija del conde Nuño o del conde Menendo, por poner ejemplos conocidos, no lleva consigo la imposición de este nombre a uno de los hijos resultantes. Pues parece como si no se consideraran propios o dignos de la dinastía.

Un ejemplo clásico nos lo proporciona Alfonso II de Aragón. Sabemos que este príncipe, hijo de Ramón Berenguer IV de Barcelona y de Petronila de Aragón, se llamó desde el bautizo Ramón, nombre propio de la dinastía condal barcelonesa. Sin embargo, al ascender al trono aragonés, adoptó el nombre de Alfonso que era un nombre típicamente dinástico en todo el ámbito peninsular. Algo así como si el nuevo monarca y su entorno hubieran juzgado poco propio de un rey el nombre de Ramón, típico sin embargo de la dinastía condal.

Recordemos, por ejemplo, que, cuando los Embajadores de Francia vienen a la corte de Alfonso VIII de Castilla a buscar a una de sus hijas para contraer matrimonio con su rey, quedan estupefactos con el nombre de la Infanta, Urraca, y la rechazan, prefiriendo a su hermana menor, Blanca, con nombre más acorde con la prosodia francesa. Ella será la madre de San Luis.

Subrayemos por tanto este carácter hereditario de los nombres, aunque existen naturalmente sus excepciones. La Reina Petronila de Aragón, por ejemplo, se llamó así por haber nacido el día de San Pedro. Como ejemplo curioso, voy a narrar el método que se utilizó para elegir el nombre del que luego sería Jaime I el conquistador. Este monarca, hijo de Pedro I de Aragón, debería de haberse llamado Alfonso, como su abuelo, pero las circunstancias especiales de su nacimiento, con padres mal avenidos y en trámites de anulación matrimonial, debieron romper por ello las prácticas onomásticas tradicionales. Para bautizarle, cuenta la crónica del Rey que se encendieron doce velas, cada una de ellas con el nombre de uno de los apóstoles. La última en apagarse fue la correspondiente a Santiago el mayor, es decir, Sant Jaume en catalán, y por ello se impuso al recién nacido este nombre. Pero el hecho de que sepamos la causa de esta elección de nombre nos pone en evidencia lo inusual de ésta, puesto que el propio cronista se creyó obligado a damos una explicación.

Lo que sí es importante que subrayemos es que todos estos nombres tienen una fecha de introducción y que es por tanto anacrónico el encontrarlos antes de este momento. Vamos a tratar aquí de dos nombres cuyo origen es muy curioso y que nos servirán para ilustrar todo lo dicho.

En los primeros años del siglo X, se produce el matrimonio de la princesa Ana de Bizancio con el emperador Luis III. Aunque este emperador carolingio fue cegado y depuesto al poco tiempo, tuvo un hijo a quien se le impusieron los nombres de Carlos Constantino, en recuerdo de sus dos estirpes imperiales. De Carlos Constantino, que fue conde de Vienne, nació una hija a la que se le impuso el nombre de su padre feminizado, es decir, Constanza, y que casó con el conde de Provenza. Su nieta, otra Constanza, llevó este nombre a la dinastía capetina por su matrimonio con Roberto II de Francia. Nieta de éstos fue Constanza de Borgoña, mujer de Alfonso VI, rey de Castilla, cuya descendencia extendió este nombre por la península.

Otro caso curioso lo constituye el nombre de Leonor, que aparece en el siglo XII, en el linaje feudal de los vizcondes de Thouars, y está compuesto del provenzal Aenor y del prefijo latino alia, es decir, la otra. El nuevo nombre se origina para distinguir a dos señoras de la misma familia, Aenor de Thouars, mujer de Bosón II, vizconde de Châtellerault, y su nieta Alienor de Châtellerault -es decir, «la otra Aenor»-, mujer de Guillermo X, duque de Aquitania. De este matrimonio nació la famosa Leonor de Aquitania, reina de Francia y de Inglaterra. Por el matrimonio de Leonor de Inglaterra, hija y nieta de estas señoras, con Alfonso VIII de Castilla, se propagó también este nombre por la península.

Pues bien, visto el origen de estos dos nombres es inútil buscar antecedentes de ellos en nuestra patria, con anterioridad a las fechas de ambos matrimonios reales, lo cual nos puede servir perfectamente para desechar críticamente las genealogías, en las que aparezcan con anterioridad a ellos.

En sentido contrario, toda Constanza o Leonor que aparezcan en los años siguientes a esta iniciación del nombre en la península, tendrán una enorme probabilidad de ser descendientes de ambas reinas, aunque, después de cierto tiempo, el nombre empieza a popularizarse y a ser adoptado por las clases populares. Esta adopción, no obstante, en aquellos tiempos, puede tardar siglos en llevarse a cabo.

Para terminar, debemos decir como resumen que en el mundo medieval hispánico los nombres propios son, lo mismo que en el resto de la Europa occidental, claramente hereditarios por vía paterna o materna y rara vez responden a otros condicionantes, salvo los basados en las excepciones siguientes:



1. Los nombres de devoción, que aunque no son muy numerosos, sí generan nombres de una gran popularidad, como María, Pedro, Juan, Martín, Bernardo, Domingo, Salvador, y ya más tarde, en el siglo XV, Francisco, Antonio, José, etc.



2. En los siglos XIV y XV será también corriente entre las familias de la nobleza española la adopción de nombres del ámbito artúrico, como Lancelot, Tristán, Galaor, Lionel, Perceval, Galván, etc.



3. Todos los demás nombres nuevos en una familia se introducen por vía matrimonial. Su presencia, por tanto, representa un indicio valioso para identificar la familia materna cuando ésta nos es desconocida, permitiéndonos en muchos casos averiguar su procedencia.



Por esta razón, todos los modernos investigadores genealógicos de la Alta Edad Media, reconocen la importancia decisiva del estudio de la onomástica, definiéndola -en expresión de Szabolcs de VAJAY- como uno de los indicios auxiliares de la genealogía, junto a la cronología comparativa y el análisis del comportamiento matrimonial de la época.

La onomástica española en la edad moderna


No obstante todo lo dicho, los usos onomásticos van a variar de forma radical a partir del Renacimiento. Desde entonces, sobre la tradición familiar, van a influir, de forma determinante, las devociones populares, especialmente los nombres de los santos patronos y las advocaciones marianas, que se comienzan a multiplicar.

A esta costumbre, que ha llegado hasta nosotros, se le va a añadir desde el siglo XIX, como consecuencia de la explosión demográfica, y ante la dificultad de encontrar nombres nuevos que no estén siendo utilizados en la familia, la costumbre de imponer al niño en el bautismo el nombre del santo del día. Ese es el origen de que los nombres de los niños del ámbito rural hayan sido hasta hace poco tiempo bastante distintos al de las familias de clase acomodada. Costumbre que quiero, sin embargo, subrayar, que no tiene más de un siglo de existencia.

Sin embargo, aunque en la sociedad del siglo XIX -influida por la nueva ideología laica- comienzan a contemplarse nuevas prácticas onomásticas, esta ruptura no se va a producir en nuestra sociedad hasta las últimas décadas, especialmente motivada por la permisividad de la nueva legislación, que prohibía hasta la fecha la imposición de nombres extraños al santoral cristiano. Esto y el poder de persuasión de los poderosos medios de comunicación de masas, han permitido todo género de nombres, algunos de ellos verdaderos dislates onomásticos, como esos niños que se llaman Kevincostner o Gracekelly, o esa cubanita que, nacida junto a la base americana de Guantánamo, recibió de sus padres el nombre de Usanavy.

Bibliografía empleada

- Salazar y Acha, Jaime de, Manual de Genealogía Española, Madrid, 2006.

 
     
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