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CABALLEROS


Dos acepciones principales y distintas tenemos en el Diccionario de la Lengua de la palabra Caballero en referencia al estudio que nos interesa: la una es “Que cabalga”, la otra “Hidalgo de reconocida nobleza”; de ambas tenemos que ocuparnos.

Tres conceptos distintos ha tenido el Caballero a través de la Historia de nuestra patria. El primero es el concepto medieval del Caballero, que no es otro que el individuo que se entregaba total y absolutamente al oficio de la guerra contra la Media Luna; en esta época, el ser caballero no era un honor, era el cumplimiento de una vocación; los propios reyes, no reconociendo superior, se armaban a sí mismos caballeros, como lo hizo el rey don Fernando III de Castilla, que en la data de los privilegios que extendiera en la era de 1258, es decir en el año de 1220, dice ser el año en que por sus propias manos se armó caballero. Esto nos demuestra que en esta época el ser caballero no era un honor, puesto que el Rey a sí mismo no se podía dar otro mayor que el de ser Rey por la Gracia de Dios. En esta época se armaba caballeros sólo a los nobles.

Este concepto vocacional es el que preside la fundación de las Órdenes de Caballería, que en sus principios prohibieron a sus individuos el contraer matrimonio para que los cuidados de la familia no les distrajeran de su principal misión, que era la guerra.

El segundo concepto es el que comienza en el reinado de don Juan II de Castilla y termina a finales del siglo XVI. Este segundo concepto es el que define el Diccionario al decir: “el que cabalga”.

Caballero, según Juan II, los Reyes Católicos y Carlos V; no es el “Hidalgo de Nobleza reconocida”; es el que posee armas y caballo y está dispuesto siempre a servir a los reyes en sus empresas guerreras. Este concepto puede verse a través de todas las leyes del Título I del Libro VI de la “Nueva Recopilación de las Leyes de España”, bajo el epígrafe “De los Caballeros”.

En esta época se armaba caballeros a los hidalgos y a los que no lo eran. En las Cortes de Zamora de 1432, para cortar el abuso de los que se hacían armar caballeros para excusarse del pago de pechos, se preceptuó que para gozar de las exenciones de los Hidalgos era necesario que mantuvieran todo el año armas y caballos; lo mismo dispusieron los Reyes Católicos en las Cortes de Madrigal del año de 1476, al ordenar: “... pero si los caballeros assí Hidalgos como no Hidalgos...”; es decir, que está bien claro que los caballeros armados en esta época que comentamos no pueden ser considerados, por el mero hecho de ser caballeros, como nobles.

Caballeros de la Espuela Dorada: En tiempos del Emperador Carlos V aparece esta denominación, que no corresponde a ninguna Orden de Caballería, sino a una distinción nobiliaria del Imperio; de tal forma esto es así, que el propio Emperador, por su Cédula dada en Toledo el 24 de mayo de 1539, dispuso que los privilegios de caballería por él otorgados se entiendan solamente a los territorios del Imperio, aun los dados a los naturales de sus reinos que formaban la Corona de España. Es decir, que en España no podemos considerarla como prueba plena de Nobleza.

Caballeros Cuantiosos: Esta denominación, corresponde a los reinos andaluces. Para serlo bastaba la propia voluntad del interesado, puesto que el rey Don Felipe II dispuso en su Ley dada en Monzón el 1 de noviembre de 1563 “... que sean admitidos por Cuantiosos todos los que quisieren de su voluntad, aunque tengan menos de los 1.000 ducados de hacienda ...” Esta disposición nos demuestra que no pueden ser aceptados en ningún momento como Nobles los Cuantiosos, ya que era la voluntad del interesado casi el único requisito exigido para serio.

El tercer concepto de los caballeros empieza en el reinado de Felipe III, y es el que ha llegado a nuestros días: “Hidalgo de Nobleza reconocida”. El epígrafe “De los Caballeros”, de la “Novísima Recopilación de las Leyes de España”, Título 3° del Libro VI, sólo trata de las Órdenes Militares y de las Reales Maestranzas de Caballería.

Resumiendo: el concepto de Caballero es distinto según las épocas de la Historia. En la Edad Media, más que una distinción, el ser armado Caballero es una vocación de pelear contra los infieles que se despierta en todos los individuos de la nobleza, desde el rey al último hidalgo.

En los comienzos de la Edad Moderna, el concepto de Caballero es el de soldado de caballería, que sirve a su costa con armas y caballo.

Desde el reinado de Felipe III, el concepto de Caballero es el de “Hidalgo de Nobleza reconocida”.

También es destacar que al Caballero le estaba prohibido ejercer determinados oficios mecánicos tenidos por viles. Al “caballero vocacional”, es decir al caballero medieval, sus continuas escaramuzas le impedían tener tiempo para otra cosa más que para la guerra, o para curarse las heridas en tiempos de tregua. Al “caballero soldado de caballería” le estaba vedado por leyes y por pragmáticas. Veamos lo que dice la Ley III del Título I del Libro VI de la Nueva Recopilación; es de los Reyes Católicos y en ella se reitera la prohibición de que vivan de ciertos oficios como los de “... sastres, ni de pellejeros, ni carpinteros, ni pedreros, ni ferreros, ni tullidores, ni barberos, ni especieros, ni regatones, ni zapateros, ni usando de otros oficios baxos y viles; y si los tales caballeros no guardaren y mantuvieren estas dos cosas conjuntamente, conviene a saber que mantengan los caballos y armas y no usen de oficios baxos y viles, que no gocen de la franqueza de la caballería, mas que pechen y paguen todos los pechos assí Reales como concejales...”.

El texto que se acaba de citar está bien claro y no necesita comentario. Unicamente hay que decir que esta determinación la tomaron los reyes para tener presto un ejército, equipado sin dispendio para la Real Hacienda. La obligación que contraían era la de servir durante tres meses al año, y como paga recibían el estar exentos de impuestos y tributos.

El concepto de Caballero-Soldado, como hemos dicho anteriormente, se pierde al principio del reinado de Felipe III, para ser sustituido por el de Caballero-Hidalgo de reconocida Nobleza; lo que no se pierde en la transformación son las prohibiciones de ejercer oficios.

Es difícil comprender cómo pudo transformarse lo que era sólo una obligación para cumplir mejor el cometido de Caballero-Soldado, y pasara a ser algo que denotara nobleza, cuando sabemos que la hidalguía, de mayor valor nobiliario, era compatible con los oficios.

Veamos lo dice sobre los caballeros Juan Matías Esteban y Eraso en su obra manuscrita “Linajes de Nobles e Infanzones del Reino de Aragón”:

“Caballero es dignidad el serlo, según Molina, y así lo es el que actualmente es armado Caballero, y para serlo, ha de ser Noble, o infanzón o ciudadano de Zaragoza, que estos por privilegios de los reyes, gozan de privilegios de infanzones, y así pueden ser armados Caballeros y también puede el rey en la guerra armar Caballeros aunque no sean infanzones.
El descendiente de Caballero por línea de varón, queda en Infanzón, sea legítimo o no lo sea, hembra o varón, y aunque sus hijos sean nacidos antes que él fuese promovido a Caballero, quedan Infanzones.
El Caballero puede servir al rey, o conde, hijo de rey, ricohombre, prelado, o otros sus descendientes varones.
Si al villano arma caballero alguno, el que lo arma queda sin honor y el promovido por villano.
Los Caballeros, a más de los privilegios de los Infanzones, los cuales tienen ellos, tienen que estos, ni sus hijos, ni nietos, no son tenidos de hacer salva por su infanzonía de ellos.
Ninguno puede hacer salva por Infanzón, sino dos Caballeros, y han de ser aragoneses, más si lo hacen por quien no es Infanzón, pierden la nobleza para ellos y para sus descendientes.
El caballo de su cabalgar, no puede ser ejecutado por deudas.
Ningún hijo de Caballero, se asienta con ellos mientras no es Caballero.
Este grado de Caballería fue tan tenido y estimado, que cuando en tiempo del rey don Pedro, el segundo, año 1205, se impuso en Aragón y Cataluña un servicio que llamaron monedage, se repartió entre todos sin eximir a ninguno aunque fuese infanzón, o de la Orden del Hospital, o de la Caballería del Temple, o de otra cualquier religión, y tan solamente se eximían los que eran armados Caballeros, por ser en aquel tiempo muy estimada la Orden de Caballería.
El que toma de las cebadas del caballo tiene 500 sueldos de pena.
No tiene obligación por los dineros que tiene de merced servir mesnada, sino que el rey le debe proveer según la gente y caballos que llevare.
El que fuere Justicia de Aragón, ha de ser Caballero, y así mismo el Gobernador de Aragón, y no noble.
Los honores que repartían los Ricoshombres entre los Caballeros, se decían Caballerías de Honor, y las que se repartieron en Valencia, se dijeron de Conquista.
Cuatro maneras hay de Caballerías. Unas de honor, otras de mesnada, otras Caballerías acostumbradas a dar como de honor, y otras Caballerías acostumbradas a dar como de mesnada.
El Caballero puede bien armar Caballero a cualquier noble, o Infanzón, o Ciudadano de Zaragoza.
Las Caballerías de Honor son las que los nobles daban y repartían entre los Caballeros e Infanzones de las rentas que ellos tenían del rey por las cuales le debían servir, que eran de sus honores, y estos debían servir un mes cada un año, en el cual se comprendían los días de la ida y de la vuelta a sus casas, y esta misma obligación tenían los Caballeros que tenían honores de los Ricoshombres, de servir el mismo tiempo y no más.
El Caballero que salía de las tierras del rey, a sus hijos, y mujer, y criados, y casa, amparaba el rey, y a sus hijos los criaba él, y a sus hijas la Reina.
Las Caballerías acostumbradas a dar como de honor, son las que los reyes instituyeron de nuevo fuera de las antiguas, y estos tenían obligación de servir tres meses cada año, y lo mismo servían los Caballeros a los Ricoshombres que tenían estos.
Caballerías de Mesnada son las que los reyes, de sus propias rentas y haciendas, sin tener obligación a ello, asignaban a los Ricoshombres, o a los Caballeros, o a los Infanzones.
Estos Caballeros que tenían y llevaban los honores de los Ricoshombres, se llamaban sus vasallos aunque estaba en su mano despedirse y seguir al Ricohombre que quisiesen, y aquel sueldo que lleva el Caballero del Ricohombre, se llama honor, y así estaba en su mano el seguir a quien quisiese.
De manera que las Caballerías de Honor, era forzoso al rey distribuirlas entre los Ricoshombres, y ellos entre los Caballeros e Infanzones.
Las de Mesnada no era forzoso más voluntario el distribuirlas.
En Cortes, entran en un brazo con los hijosdalgo.
El Caballero que da dinero a usura, pierde el grado de Caballería.
Y el Caballero que se fuese fugitivo de la guerra, cae en crimen de Lesa Majestad, según Molina.
Los privilegios que tienen los Caballeros que habitan en lugares de señores, mírese a Molina in Verbo Miles.
Las partes que ha de tener el Caballero y sus obligaciones, véase el libro intitulado Doctrinal de los Caballeros de Don Alonso de Cartagena, lib. 1, tit. 3”.


Cruzada, Caballería y Órdenes Militares


Es en la Edad Media, en los siglos XI y XII, cuando nacen, florecen y se desarrollan las Órdenes Militares, Órdenes Caballerescas o, mejor, Órdenes de Caballería religioso-militares, en forma coherente con la mentalidad y ambiente social, espiritual y religioso de la época.

En los siglos citados, en los que lo religioso impregnaba y determinaba todo el cuerpo social, se había terminado la tolerancia mas o menos relativa entre las tres religiones monoteístas del Mediterráneo para pasar a situaciones de tensión entre ellas y en lo interno de cada una: los sunnitas belicosos contra los shiitas, los almorávides rigoristas contra los musulmanes más tibios, los turcos seljúcidas imponiéndose a los califas abbasíes de Damasco y luchando contra los fatimíes shiitas de Egipto y Palestina, la cristiandad latina o romana contra la griega y bizantina en el llamado Cisma de Oriente, el Papa de Roma contra el Emperador germánico en la querella de las investiduras y en la lucha por la supremacía del Papado incluso en lo temporal, las guerras religiosas de Roma contra el Patriarca de Constantinopla o los cristianos continuando persecuciones visigodas contra los judíos, que, además, aparecían como protegidos de los musulmanes y siempre como minoría diferente y no asimilable.

La Iglesia y la Cristiandad occidental estaban en plena transformación. La reforma gregoriana, inspirada en los monjes de Cluny, dio lugar a una nueva espiritualidad para los monjes, considerados muy superiores a los laicos, a una moralización general y a una visión regeneracionista y universal de la Iglesia, con la que el Papado adquiría un papel arbitral y superior al del Imperio. La Iglesia organizó y disciplinó la sociedad más rica y más populosa surgida del año 1000, que se ordenaba en los conocidos Bellatores, Oratores y Laboratores, los tres niveles sociales que traen origen de la cultura indoeuropea y que superaban la antigua dicotomía de liberi et servi y la subsiguiente de milites et rustici con las que se singularizaban las funciones sociales, los géneros de vida y, en cierto modo, los marcos normativos e institucionales.

Además la Iglesia había superado su pacifismo fundacional y había avanzado incluso mas allá de las doctrinas agustinianas de la «guerra justa» hasta llegar a las de «guerra santa». La Iglesia fue omnipresente en todas las facetas de la vida del hombre medieval y ejerció una notable influencia sobre la sociedad feudal: «Se ha dicho, aunque la expresión puede resultar exagerada, que la Iglesia cristianizó a la sociedad feudal. Eso quiere decir que, adaptándose a las estructuras vigentes, supo sacar el máximo partido posible en aras de sus propias finalidades religiosas. El espíritu caballeresco, expresión de la sociedad feudal, bebía en la tradición guerrera de los pueblos germánicos, al fin y al cabo una tradición pagana».

Menéndez Pidal ha destacado lo atrayente y curioso de la «antiquísima relación del caballo con la idea de distinción, de elevación sobre los demás, de nobleza en suma». «El jinete, por su posición elevada, alcanza a ver más, se defiende y ofende mejor y se traslada con mayor rapidez. La superioridad o excelencia constituye también el rasgo esencial del noble; es la razón última por la que caballería y nobleza han sido siempre conceptos próximos». El hecho resalta ya no solo en el equestris ordo y la equestre dignitas de los romanos sino también en los primeros tiempos medievales.

La Iglesia supo encauzar el ardor y la belicosidad de los combatientes medievales por la senda del servicio a los ideales cristianos. La caballería habría de estar al servicio de Dios y de la Iglesia y sería, por tanto una militia Christi. La Iglesia, en efecto, consiguió sacralizar los rituales de la Caballería laica, modificar ciertas costumbres bélicas imperantes en la sociedad de aquél tiempo y consolidar la imagen de los caballeros como arquetipos de las virtudes nobles, la generosidad, la lealtad, el sacrificio y, mas tarde, del espíritu cortés que cantaron trovadores, juglares o minnesinger germánicos, llegando incluso a imponer instituciones como la «Paz de Dios», para proteger a quienes se habían acogido a sagrado, y la «Tregua de Dios», que obligaba a la paz en ciertos días o en periodos como Adviento, Cuaresma, Navidad o Pascua.

Tras los siglos de incursiones bárbaras, de ruralización de la vida social y de la denominada «anarquía feudal», hay un concepto nuevo, el miles, que supera a los anteriores calificativos de los guerreros como sicarius, buccellarius o gladiator y que viene a comprender todos los personajes armados reunidos en las comitivas de un príncipe, de un poderoso, de un señor o de un dominus. Renace en cierto modo el comitatus germánico que tuvo diversas variantes en la Alta Edad Media, desde la trustis franca a la druzina rusa. El conjunto de hombres agrupado en torno a un senior esperaba de éste mercedes, liberalidades y protección a cambio de la fidelidad, de ciertas formas de amistad, de lealtad y de coraje.

Esta sodalitas mantenía rituales iniciáticos de admisión, relacionados con los de los hombres de las estepas o de las selvas europeas, para todos aquellos que formarán parte del grupo y que eran dignos de llevar y ejercitar las armas, además de demandar pruebas de fuerza, de destreza, de capacidad de sufrimiento del dolor o de recibir heridas rituales. A partir del siglo VIII habrá una especialización en el ejercicio de las armas, que también conlleva una cierta desmilitarización de la sociedad romano-bárbara por el coste del armamento y del caballo, de uso cada vez más creciente y necesario, y aún con ciertos caracteres mágicos heredados de las culturas esteparias.

Los armados eran sin duda depredadores y violentos, en particular frente a lo que las fuentes episcopales de la época denominan pauperi, las viudas, los huérfanos, los incapaces de defenderse etc. Por ello y por la necesidad de mejorar y garantizar el tráfico mercantil de una sociedad pujante que comienza a asentarse y desarrollarse económicamente, desde finales del siglo X la Iglesia comenzó a generalizar sus doctrinas de la pax y de la tregua Dei, con las cuales no sólo era pecado mortal el asesinato y ciertas formas de violencia contra los demás sino que las acciones violentas en los días, fiestas y lugares señalados conllevaban incluso la excomunión.

En ese tiempo se inició también desde la abadía borgoñona de Cluny una reforma de la cristiandad que buscaba la libertas eclessiae frente a la doctrina de las investiduras y a otras pesadas injerencias laicas y políticas en las instituciones eclesiásticas. Para ello la Iglesia necesitó atraer a su programa a todas las fuerzas sociales y particularmente a los combatientes, que acabarán siendo miles Christi e incluso miles Sancti Petri. En la sociedad del siglo XI hubo un cristianismo de guerra, como un recuerdo del justiciero y terrible Dios de las Batallas de Israel en el Antiguo Testamento, del que dieron fe las leyendas, los cantares de gesta, la difusión del culto a Santos Militares, las apariciones milagrosas en las batallas o la importancia de las reliquias y de las peregrinaciones para su veneración. Baste recordar la Chanson de Roland cuando presenta a su héroe como un paradigma de mártir por la fe y de caballero cristiano, que en el momento de su muerte hará un canto a su espada Durandal, en cuyo pomo existían reliquias preciosas, e invocará al cielo para que desciendan los ángeles y lleven al héroe al Paraíso.

En suma, el objetivo no fue sólo cristianizar a la caballería y ponerla al servicio de la Iglesia, ni transformarla con rituales y liturgias indudablemente canónicas y «bautismos» en las armas, sino también buscar y difundir héroes y modelos cristianos militarizados que impactasen en las conciencias colectivas y que llegasen a impregnar el mundo social y todas sus clases. En ese clima y con esas mentalidades puede explicarse bien el pensamiento de San Bernardo y su obra a favor de los Templarios, la posición del Papa Gregorio VII y de sus sucesores, el nacimiento de las Órdenes Militares caballerescas de naturaleza monástica religioso-militar o incluso la difusión del Ciclo literario del Graal eucarístico y de figuras de caballeros como Gallaad o el Perceval de Chretien de Troyes. Esa larga tradición de una caballería mística y sacralizada, de la experiencia guerrera considerada como una pugna spiritualis, llena de simbolismos religiosos incluso en sus armas y vestidos, e imbuída de fuertes principios cristianos y éticos, seguirá durante siglos en la literatura hasta llegar al famoso tratado caballeresco de Raimundo Lulio.

Indudablemente el éxito y desarrollo de la caballería, en sus expresiones individuales o corporativas, tiene una relación profunda con el nacimiento y auge de las emergentes clases sociales urbanas y con el origen de la nobleza bajo medieval, según la clásica teoría de Marc Bloch que fue muy criticada por los medievalistas y que hoy vuelve a ser revisada y en cierta manera puesta en valor. Ello permitiría explicar incluso las restricciones para el recibimiento en la caballería y goce de sus privilegios a quienes ya formaban parte de un linaje de caballeros, o que fuese el Soberano quien debiera conferir el honor del «cíngulo militar» y de la «espuela dorada», o el incremento de ceremoniales con un coste elevado de vestimentas y banquetes de celebración.

De la Caballería ya cristianizada se predican un conjunto de principios morales y éticos que se acompañan de otros solamente religiosos en las entidades caballerescas religioso-militares entonces nacientes. Estas reglas morales y algunos ceremoniales propios de las Órdenes y Corporaciones nobles, tenían todos un alto y antiguo contenido simbólico, con significados generalmente cristianos y orígenes muchas veces en mitos y usos orientales.

Ciertamente estas nuevas elites caballerescas produjeron fuertes sensaciones y enorme impacto en su entorno social. Por ello ha podido afirmarse que sin aquellas, sin el mundo caballeresco y sus significados, la sociedad y la cultura europea no hubieran llegado a ser lo que son. La huella y la traza caballeresca quedaron marcadas en el arte, en la poesía, en castillos y edificios señoriales, en estilos de vida, en costumbres, en juegos y deportes y en los espacios del amor, de la cortesía y del refinamiento. Incluso hoy mismo, en una sociedad radicalmente distinta, el universo medieval caballeresco y cruzado sigue gozando de popularidad y continúa siendo una fuente de inspiración cinematográfica y literaria.

En la Iglesia del siglo XI se avanzará desde el concepto de la «paz de Dios» hasta la «idea de Cruzada» y de cristianización de la guerra, que por otra parte venía a consolidar el papel del Papado, la paz en Europa y la expansión de la pujante sociedad feudal. Así el Papa Urbano VII, tras la Asamblea de Piacenza de Marzo de 1095, a la que incluso asistieron enviados de Alejo I, el Emperador bizantino de la recién establecida dinastía Conmena, proclamará en noviembre de ese año, en Clermont-Ferrand, su llamamiento para recuperar Jerusalén y conseguir la liberación de los cristianos y de la Tierra Santa.

Con ello se trataba de asegurar también el peligroso tránsito de los peregrinos individuales y colectivos, romanos, romanizados, germanos y bizantinos, que desde el siglo III visitaban los lugares del Señor sufriendo penalidades infinitas a lo largo de territorios siempre en guerra. Comprender y seguir el llamamiento del Pontífice suponía reconocer su autoridad, desarrollar el ejercicio de las armas y de la caballería con unas finalidades nuevas y diversas y alejar la violencia de Europa. En compensación a los esfuerzos por la conquista de la Tierra Santa, por su mantenimiento y organización territorial y por la consecución de un tránsito seguro a Jerusalén, la Iglesia y el Papado otorgaron importantes gracias, indulgencias y recompensas espirituales a los partícipes de las «peregrinaciones armadas», las cuales sin duda conllevaron numerosas consecuencias jurídicas y económicas; entre otras el propio nacimiento de unas entidades u ordenes caballerescas que estuvieran religiosamente sometidas a la autoridad pontifical y que fueran al tiempo contingentes armados con una estructura organizada de gobierno y de acción que hiciera posible una capacidad y una presencia bélica permanente en el Oriente o en tierras europeas de lucha contra paganos.

El llamamiento papal no tuvo eco en los Soberanos, ni en el Emperador ni en el Rey de Francia, pero numerosos Señores europeos sí decidieron individualmente tomar la ruta de Jerusalén en Agosto de 1096; así el flamenco Godofredo de Bouillon, Bohemundo y Tancredo de Sicilia o el francés Hugo de Vermandois, hermano del Rey de Francia Felipe I. Godofredo de Bouillon, Roberto de Flandes, Raimundo de Sant-Gilles, Gaston de Bearn y otros llegaron tres años después a Jerusalén por las distintas rutas que cada uno emprendió con un contingente de doce mil hombres. Fue una cruzada en la que se combinaron distintos ejércitos y a la que se sumó la llamada «cruzada de los pobres», quienes guiados por eremitas y soñadores se lanzaron a los caminos a Tierra Santa antes que los ejércitos cruzados para acabar masacrados por los turcos. Jerusalén fue conquistada y en ella los ejércitos occidentales realizaron una espantosa matanza que nunca olvidaron los árabes.

Este es el marco en el que van a nacer las Órdenes Militares, los llamados «monjes soldados» o «monjes de la Guerra», en suma los clásicos oratores unidos a los bellatores, cuyo origen social se encuentra generalmente en los caballeros y escuderos nobles de la sociedad feudal. Acertadamente Riley Smith ha denominado este fenómeno como el «monasterio militar en movimiento». El propio San Bemardo escribirá entre 1130 y 1136, y en honor de los Templarios, «De laude novae militiae ad milites Templi» glorificando la nueva caballería de Dios y haciendo una apología de la violencia por la fe.

Todo ello, sin duda, no implicaba una valoración positiva de la Caballería en su conjunto, sino sólo de aquella que debería definirse como «Militia Christi». El Papa Urbano II en su discurso de Clermont considera reprobables las costumbres de la Caballería y el propio San Bernardo en su apología de los Templarios, a los que trata de asegurar las bondades de su actuación caballeresca en función de la misión reconquistadora de la Tierra Santa y de la lucha contra los no cristianos, distinguió entre la noble militia y la perversa malitia, cuyo único beneficio es la muerte y el crimen, graves pecados que cometen quienes matan y quienes mueren por ello, por lo cual perecerán para la eternidad.

Con todo, es interesante la precisión de J. Flori de que no fue la Caballería, o la ética caballeresca, la que condujo a la Cruzada. Por el contrario, «el cruzado rompe con la caballería, con sus costumbres y sus aspiraciones materiales y mundanas. El cruzado, poniéndose al servicio de Dios por la llamada del Papa, abandona la «caballería del siglo» para entrar en una «nueva caballería», la militia Christi. El Papado considera las guerras interiores de la cristiandad como una actividad culpable y peligrosa para el alma, pero exalta el combate para la liberación de Jerusalén como meritorio y saludable.

Los caballeros cruzados realizaban ciertamente una obra piadosa y meritoria pero no cumplían una necesidad inherente a su función. La Cruzada no era un deber ni una obligación moral de la caballería como el peregrinaje a la Meca o la guerra santa de los mahometanos, ya que la caballería conservaba su aspecto laico, sus ideales y valores que ciertamente la Iglesia inspiraba e influenciaba pero que a veces estaban muy alejados de las virtudes que ella predicaba. Quizás esto explica algunas contradicciones en la vida de las Órdenes Militares e incluso las razones para su creación y para su especial carácter.

J. Alvarado ha estudiado con precisión los precedentes cristianos de la prohibición a los clérigos de la toma de armas y el decreto de Graciano de 1140 que venía a decidir la cuestión; decreto por otra parte que en interpretación de San Bernardo y de algunos glosadores no impedía la participación del monje como combatiente. También ha señalado las posibles influencias de las doctrinas islámicas sobre la guerra en San Bernardo y en su preparación de la Regla Latina del Temple y destacado que la yihad es un concepto polivalente en el Corán con aleyas belicistas y pacifistas y con matices entre la yihad de la espada (la pequeña yihad) y la yihad del corazón o de la lengua y la yihad interior (la gran yihad), y, en todo caso, que «es una idea original desde los inicios de la religión musulmana, mientras que por el contrario en el cristianismo la idea de guerra santa o de cruzada fue el resultado de mil años de evolución y discusión teológica que, al menos en sus últimas etapas, se desarrolló bajo la influencia de la yihad y, probablemente como respuesta a ésta» e, incluso, superando los objetivos del ribat musulmán. En todo caso el proceso de incorporación de conceptos musulmanes sobre la yihad al mundo cristiano conllevaba sin duda la exigencia de enmascarar unas influencias atentatorias a la integridad de la fe, además de que las características de la sociedad feudal y caballeresca occidental dieron a las Órdenes monástico-militares aspectos nuevos y singulares frente la yihad musulmana y la formación y servicio temporal de los ribats.

Las primeras Órdenes, tras la conquista de Jerusalén en 1099, son las que denominamos Ordenes Internacionales: el Temple, los Hospitalarios, el Santo Sepulcro, los Teutónicos y los Lazaristas, todas ellas presentes en la Península Ibérica, al igual que la Orden Hospitalaria de los Antonianos o de los Caballeros de la Tau fundada en el Delfinado.

En los reinos españoles nacieron a lo largo del siglo XII las Órdenes de Calatrava, Santiago y Alcántara, seguidas por otras como la de la Merced, San Jorge de Alfama o Montesa, con el mismo carácter religioso y militar y con la determinante influencia en sus Reglas y Definiciones de las propias monásticas de San Agustín, San Basilio o San Benito.

Junto a ellas también surgieron las Cofradías Militares de Belchite o Monreal y las Órdenes de Santa María de España y la de Monte Gaudio (o Alfambra o Santo Redentor o Montfragüe). En estas Órdenes había ya un verdadero espíritu y «substrato cruzado», que era de naturaleza, origen y fines diversos de los que hasta entonces habían inspirado la reconquista peninsular; aun cuando las gracias espirituales y redentoras características de las Cruzadas se habían otorgado ya por Alejandro II en 1064 a quienes fueron a la conquista de la plaza aragonesa de Barbastro.


Principios y códigos morales caballerescos


En todas las corporaciones examinadas han existido, y en gran manera continúan aún, un conjunto de principios morales y éticos genéricos practicados por sus individuos. Estos sin duda se sentían, y en cierto modo podrían serlo, herederos de la antigua Caballería y receptores y conservadores de lo que fueron valores y códigos morales de ésta. A esos principios, además, han de añadirse los específicos de las entidades caballerescas religioso-militares en las que se efectuaba una profesión y unos votos religiosos, que con los siglos fueron aminorados y/o dispensados por Pontífices y Maestres y que hoy sólo son un recuerdo espiritual de fe y compromiso católico en las Órdenes que los conservan, con excepción de la Soberana Orden de Malta en la que los Caballeros Profesos, o de la Primera Clase, hacen todavía votos de pobreza, castidad y obediencia tras un largo noviciado o probantazgo.

Aquellos códigos y reglas morales, que debían ser sentidos por los caballeros y que eran de obligada práctica y seguimiento, son en cierta forma universales; toda vez que han existido en culturas tan alejadas y específicas como, por ejemplo, la japonesa, quizás la más arquetípica del mundo caballeresco oriental, o la hindú, cuyas tradiciones, personajes y narraciones han inspirado fuertemente el mundo de la caballería occidental, de sus héroes, de sus mitos, de sus leyendas y de su literatura.

La caballería nipona, en efecto, tenía su propio código de honor, el Bushido, que los bushis, samurais o nobles guerreros debían aprender y practicar en su profesión militar y en su vida pública y privada y del que existen algunas breves recopilaciones tardías, de principios del XVII. Esos códigos, esos modos de conducta social y privada en Oriente y en Occidente, eran principalmente consuetudinarios y se trasmitían de generación en generación, sin reglas escritas, como principios de la educación de las élites y como elementos configuradores de la educación de los linajes que integraban las clases nobles. Eran un conjunto de valores que se fundamentaban en ideas aristocrático-guerreras, como el valor y la honra, en principios regio-vasalláticos, como la lealtad y la obediencia y en virtudes eclesiástico-religiosas, como la piedad, la caridad o la defensa del pobre, del desvalido y de las damas.

Sánchez Albornoz ha señalado muy acertadamente que «el caballero medieval transmutó en un Ideal la idea de que a su situación de privilegio correspondía un rigor moral extremo y de que su potencia señorial le acarreaba el deber de combatir la injusticia y de proteger al débil».

En suma aquellos elementos morales caballerescos suponían para el Caballero un conjunto de obligaciones con los demás, consigo mismo, con quien le confería la investidura, tanto el oficiante como el padrino, y con Dios, la Iglesia o la divinidad. Estos deberes eran el único fundamento del estatus y de los privilegios jurídicos, fiscales, procesales y honoríficos que el Orden de la Caballería suponía en vida y muerte para sus miembros y para su imagen ante la sociedad; ya que, incluso, su ornato personal, sus vestidos de brocados, sedas y paños de oro y sus joyas, collares y adornos eran singulares y reglamentados para los caballeros y así lo dispusieron en Castilla distintas normativas de las Cortes de Valladolid de 1258, de las Cortes de Alcalá de 1348 o de Valladolid en 1442.

En el mundo occidental, y en el proceso de formación de los códigos morales y de las mentalidades caballerescas, son bien conocidos los tratados de maneras, de cortesanía, de espejo de Príncipes o de educación de nobles y caballeros europeos desde el Renacimiento, así como los principios mas o menos explícitos de la Caballería recogidos en crónicas, cantares de gesta y libros de caballerías medievales. En ese sentido, son destacables en España ejemplos como el Libro del Caballero Zifar, de finales del XIII o principios del XIV, la precisa regulación de la Caballería de Alfonso X en la Partida Segunda, que completó luego Alfonso XI con la creación y normativa de la Orden de la Banda, o el Libro de las Tres Razones del Infante don Juan Manuel, para explicar la original y variada caballería castellana o, también en el inicio del siglo XIV, el tratado de Regimiento de Príncipes de Egidio Romano, quizás un italiano de la familia Colonna, que tuvo una enorme difusión en la Baja Edad Media y que en Hispania poseyeron entre otros don Juan Manuel, el Canciller López de Ayala, el Marqués de Santillana y otros grandes castellanos, catalanes, aragoneses y portugueses.

Las Partidas sin embargo marcaron un hito en el concepto hispano de la Caballería que pasó claramente de oficio a estado, del oficio de combatir a caballo por un conjunto de personas -nobles o no- pero con recursos económicos para poder pagar el equipo del animal y del caballero, al estado de un conjunto mucho más homogéneo de personas que integraban la categoría nobiliaria. Con ello se superaron conceptos del Especulo o del Fuero Real, en los que la Caballería tratada era más bien una caballería villana o en todo caso una caballería factual, un oficio de cualquiera que poseyese caballo y armas necesarias para la defensa o la conquista.

Es interesante observar como las religiones y sus «iglesias» han influido sobre la caballería para ponerla a su servicio o al servicio de sus conceptuaciones de la sociedad; así la Iglesia Católica cristianizando al miles germánico violento convirtiéndolo en miles Christi o el budismo, el sintoismo, el confucionismo y el mencionismo, definiendo y completando el código moral de los samurais. En suma hay un conjunto universal de conceptos del noble caballero que, además de los deberes con la Divinidad, con el Príncipe y con los desvalidos, podrían sintetizarse en valor, rectitud, benevolencia, veracidad, lealtad, honor y cortesía.

-VALOR, bravura e impavidez ante el peligro, debiendo conocer lo que es justo para ejecutarlo porque de lo contrario falta el valor. El valor del caballero es un valor moral, en el que cabe la audacia, el sufrimiento, el constante fortalecimiento del cuerpo y del alma y la serenidad, autodominio y respeto por estas virtudes cuando las practica el enemigo.

-RECTITUD, para seguir resueltamente un camino de verdad y para practicar el sentido del deber con el soberano, la familia y el semejante.

-BENEVOLENCIA, es la primera cualidad del espíritu noble y la cualidad que engrandece a Reyes y Caballeros. Con ella se evita el despotismo, se atiende a los desheredados de la fortuna, a los miserables, a los tristes, a los oprimidos y a los vencidos. Conlleva la compasión, el amor, el afecto, la magnanimidad y la comprensión del dolor ajeno.

-CORTESÍA, porque la urbanidad y los buenos modales son esenciales en el caballero; no sólo para no ofender el gusto del prójimo sino como muestra del respeto de los sentimientos y derechos ajenos. Exige el respeto no del poder y de la riqueza sino de los méritos y esfuerzos personales de los demás. No se trata de llevar a acabo exteriorizaciones corteses puramente formales, sino en mantener una armonía interna y externa que muestre el imperio del espíritu sobre la materia y la dignidad de la persona y que llevaba a claras exigencias morales y didácticas y a numerosas reglas de etiqueta.

-VERACIDAD Y SINCERIDAD, con las cuales, además, se consigue dar sentido a la cortesía, a la fortaleza y a otras virtudes, ya que la mentira y el equívoco resultan viles y deshonrosas.

-HONOR, uno de los sentimientos morales esenciales en la historia de la Humanidad, que implica una conciencia de la propia dignidad personal, del buen nombre y de la reputación. El deshonor y el descrédito son la gran vergüenza del Caballero y los insultos despiertan el genio y el orgullo de éste. Con todo la paciencia, el sufrimiento, la ponderación prudente de los agravios y la caridad con el prójimo acompañan al buen sentido del honor de los caballeros.

-LEALTAD, especialmente al Señor Natural, al Soberano y a la persona de quien se recibió el Orden de la Caballería y a su familia; además de la debida a los compañeros de la Caballería y al linaje propio durante los siglos que este concepto tuvo vigencia en la sociedad.

Sin duda todos estos principios guardan plena vigencia en nuestra sociedad del siglo XXI, para todos los que comprenden y sienten la Caballería y para cualquier ciudadano; sin limitarlos o hacerlos patrimonio de ningún club restringido, esotérico, misterioso, nobiliario o elitista.

Muchos de los principios señalados como característicos de la antigua Caballería están todavía hoy en España recogidos en las Reales Ordenanzas de los Ejércitos, siendo su contravención calificada como falta en la normativa de disciplina militar. En ello se sigue la larga tradición española desde las Partidas, que en la Partida II, reelaborada después de 1283, y con fuerza de ley desde el Ordenamiento de Alcalá, regula las condiciones morales de los caballeros y los rituales de preparación corporal y del acto de armamento.

Así las Partidas consideraban ya como virtudes cardinales la cordura, la fortaleza, la mesura, la justicia y la lealtad: la cordura, prudencia o buen seso que se potencia con la discreción, la cautela y la sagacidad, la fortaleza que implica la valentía, la constancia, la firmeza y la capacidad de sufrimiento, la mesura o templanza que debe permitir la discreción en toda la conducta del caballero, el habla, en el comportamiento con los demás, en los deleites y en el goce de los bienes materiales la justicia «que ha en sí derecho e igualdad» y que el caballero debe siempre mantener e impartir y la lealtad que obliga con amigos y enemigos y de la que deriva la obediencia.


Ceremoniales caballerescos


Como acertadamente ha señalado Rodríguez Velasco «la Caballería es, antes que nada, un deseo, o incluso una necesidad cultural, de acuerdo con la cual los nobles expresan su deseo de describir su modo de vida, sus funciones sociales, jurídicas y políticas y aún su presencia en el ámbito del sistema monárquico». En España, además, desde Las Partidas, la Caballería «marcó una formidable frontera en el interior del plan de creación de un Reino de jurisdicción central, organizado sobre la figura monárquica». Ciertamente, ya antes de la precisa regulación de la Caballería y sus ceremoniales en la Partida II, hay referencias hispanas de la investidura con el «cíngulo militar», del «ceñido de la espada», de la «pescozada», del «colafum» o de la dación de paz con el beso en la boca; así se menciona en la Historia Roderici, en la Crónica General o en el Fuero de Cuenca.

Por eso la investidura del caballero adquirió significados especiales, tanto de proceso ritual mediante el cual el caballero se sujetaba al Rey o adquiría vinculación y deberes con quien le concedía el Orden de la Caballería, como, en ocasiones, de un modo para relegar a la Iglesia o al orden clerical que no participaba propiamente en ese momento de definición de relaciones entre el Soberano y los Caballeros o, en suma, de construcción de una sociedad política, o incluso de confirmación de las facultades del Rey para hacer caballeros y nobles a quienes no lo son.

El rito de la investidura caballeresca consistía esencialmente en ceñir la espada al nuevo guerrero, ya con edad para combatir, que efectuaba el soberano, los miembros del linaje real, el ricohombre o jefe del clan u otro caballero ya armado siempre que tuviera éste la debida preeminencia social y la correspondiente autoridad militar y moral. En general el oficiante, el que confiere el orden de la Caballería, debía haber sido armado caballero previamente, salvo en el caso de los Reyes o de algunos Infantes privilegiados, como fue en Castilla para la Casa de los Manuel según la narración de don Juan Manuel y vanagloriándose con ello. Con el paso de los siglos solo el Rey conferirá la caballería, por sí o por su representante y en base a un privilegio o documento expreso de concesión del caballerato. Curiosamente en el caso de los Reyes Católicos son ambos quienes pueden conceder y llevar a cabo el armamento, aunque posiblemente no era concebible que Doña Isabel -como cualquier otra dama- armase caballeros en Castilla o en Aragón, por mucho que sí pudiera ordenado o sugerido o que expresamente conste así en la documentación establecida entre ambos cónyuges para ordenar y fijar su posición soberana en los estados de los dos Reinos.

La investidura era una consagración, un nuevo sacramento en el que se invocaba la gracia de la divinidad y de los Santos Patronos de la Caballería, como San Miguel, San Jorge o Santiago; por lo que el caballero debía hacer la vela de armas como proceso de reflexión sobre sus nuevos deberes morales y espirituales y estar limpio de cuerpo y de alma.

En los tratados caballerescos, las armas, los vestidos, las acciones de los intervinientes son símbolos de virtudes cristianas y el armamento y el combate mismo están revestidos de un especial dignidad espiritual; todo ello mediante interpretaciones ético-alegóricas de la caballería y de las armas del caballero que durarán siglos y que, así, pueden encontrarse por ejemplo en la obra de Lulio, en San Ignacio de Loyola o en Santa Teresa de Jesús.

Incluso en los torneos, cantados por trovadores, juglares y heraldos como la gran escuela del coraje y de la lealtad, el gran teatro del caballero, de sus glorias y de las manifestaciones sociales aristocráticas, mas aún en la medida que la Caballería decrece como actividad militar y se define como expresión de distinción social, la Iglesia debió cambiar su doctrina punitiva en un proceso que va de los inicios del siglo XII a la segunda década del siglo XIV. Cuando la moda de los torneos se consolida en toda Europa, en el mundo bizantino, en la Tierra Santa e incluso en el Islam próximo a las cruzadas, el Papa Inocencio II condena las vanas e inútiles demostraciones de fuerza y de temeridad y su ambiente de feria, mercado y fiesta y así lo ratifica el II Concilio Laterano de 1139 que incluso niega la sepultura en sagrado de los caídos en torneo y que considera, como afirman los autores eclesiásticos, que en el torneo toman vida los siete pecados capitales. Al perder violencia y belicosidad el torneo, cambiar los roles de la caballería y el armamento usado, afirmarse los contenidos corteses y hacerse presentes en los combatientes y en su heráldica y simbología conceptos alegóricos de la Virgen, de Santos y de los Arcángeles y de la Virtudes, Juan XXII terminará por eliminar las prohibiciones y penas eclesiásticas al torneo.

Finalmente la doctrina canónica y simbólica hará que la ceremonia de la investidura y todos sus elementos tengan connotación sacra y religiosa. Así el golpe con la espada o con la mano sobre los hombros o la nuca del nuevo caballero representaba una transmisión de la fuerza divina sobre el Hombre Nuevo, un reconocimiento de que el nuevo Caballero abandonaba su ser anterior, sacrificaba su individualidad y se sometía en cierto modo a una «decapitación» de su voluntad propia. La espada era el signo de poder de ese hombre nuevo al servicio de Dios, de la Iglesia, de los oprimidos y de los más débiles. La espada, al ser una prolongación de la mano, comunica más allá del caballero la bendición celeste y la función de justicia. La espada, señala Girard-Augry, es un «símbolo de la potencia divina del Verbo, un rayo de luz que separa el orden del caos y arma para juzgar lo puro y lo impuro, a la vez creadora, ordenadora y destructora». Por su empuñadura cruciforme evoca a aquél de quien deriva el poder sobre el cielo y la tierra y que es símbolo de la victoria sobre el mal y la muerte y del sacrificio personal que debe asumir un guerrero consagrado.

Examinaremos brevemente algunos datos de esos rituales de acceso a la Caballería, que son prácticamente comunes a todas las Órdenes caballerescas religioso-militares y a muchas Corporaciones Nobles españolas. Como ejemplos se alude a los ceremoniales del Temple, de los Caballeros Teutónicos, del Santo Sepulcro, de los Hospitalarios de San Juan, de la Orden del Toisón de Oro, de las Órdenes Militares españolas, de alguna de las Reales Maestranzas de Caballería, del Real Cuerpo de la Nobleza de Madrid y al ritual laico del otorgamiento de la caballería en una época ya tardía, a fines del siglo XVII.

a) La Recepción en el TEMPLE y su ceremonial de admisión fue una de las principales acusaciones en el proceso de los Templarios, imputándoles prácticas obscenas y heréticas. Sin embargo el ritual combina elementos propios del acceso a la caballería y de un acto de iniciación, de ascesis, de introducción en una vida más alta en la que se redimen los pecados anteriores. Se celebraba la ceremonia ante el Capítulo reunido en la capilla de la Encomienda. El aspirante aguardaba en una sala anexa donde era instruido por dos caballeros sobre la promesa que iba a pronunciar, la dureza de la disciplina en su nueva vida y las penas por las infracciones. Si el pretendiente se mantenía en su decisión, una vez comunicada ésta al Maestre o al Comendador, se le hacía entrar en la capilla y arrodillarse y así demandaba por Dios y Nuestra Señora ser acogido en la Casa como su siervo y esclavo. El Comendador le recordaba la dureza de la vida en la Orden, en el servicio, en el sueño, en el alimento o el vestido, lo que suponía renunciar a si mismo y convertirse en siervo de otro, la renuncia a todo deseo personal, la disponibilidad a servir a la Orden en cualquier parte del mundo, el carácter perpetuo del compromiso y la permanente obediencia a los superiores.

Si el aspirante persistía en su demanda, todavía el Comendador le recordaba que solo se debía pedir el ingreso por tres cosas: para evitar y dejar el pecado, para servir a Nuestro Señor y para ser pobre y hacer penitencia en el siglo con el fin de salvar el alma. Tras ello se enviaba al aspirante a otra sala a rezar y pedir luz a Dios, mientras el Capítulo deliberaba. Vuelto a la Sala Capitular el aspirante renovaba su demanda, los asistentes rezaban juntos, se recitaba la oración del Espíritu Santo y se juraba sobre los Santos Evangelios, tras responder a diversas preguntas del Comendador sobre la salud del cuerpo y el alma, el estado civil, la calidad del linaje, el deber de obediencia, el compromiso con la Tierra Santa. Tras ello se tomaba el manto de la Orden y se colocaba al Caballero, se recitaban salmos y oraciones, el Comendador daba el beso de la paz al Caballero y pasaba éste a tomar asiento entre los miembros, al tiempo que se le recordaban las faltas que podían privarle del hábito, sus nuevas obligaciones y la conveniencia de consultar a sus hermanos mayores las dudas sobre la regla.

b) En la ORDEN DEL HOSPITAL DE SAN JUAN O MALTA los largos rituales comprendían tres partes: la entrega del hábito y la profesión religiosa, la recepción del Orden de Caballería con las espuelas y la espada y la entrega de la Cruz octógona de la Orden; todo lo cual el postulante recibía confesado y comulgado, en una gran ceremonia religiosa y con cirio de cera blanca encendido en la mano, que simbolizaba que la caridad es un amor de fuego y que el postulante debía ser ardiente en la Caridad y en la obediencia a la Regla y a los Superiores, quemando su propia voluntad.

El hábito o manto recordaba el vestido de pelo de camello de San Juan Bautista en el desierto, que debía llevarse en prueba de renuncia a las pompas y vanidades del mundo. El hábito estaba acompañado de unos cordones rodeando el cuello, que representaba las ataduras de Cristo a la columna de la flagelación y la servidumbre y servicio prometido a la Orden, y de un manipulo con distintos signos de la Pasión; la corona de espinas, la lanza que perforó el costado del Señor, la esponja envinagrada de la lanza, los látigos, la cruz y unos cestos en recuerdo de la limosna y del alimento a los pobres.

En la entrega de la espada el oficiante recordaba que el arma era para la defensa de la fe y de Cristo, para procurar la justicia y el consuelo de las viudas y los huérfanos, que la fragilidad humana no permitiese jamás usarla injustamente contra otra persona, que no debía ser desenvainada sino contra los enemigos de la fe y con esperanza de victoria, que los Santos han adquirido los reinos no por las armas sino por su gran fe, y que el brillo de la espada significa la inflamación de la Fe, su punta la Esperanza y su cruz la Caridad. En la entrega de las espuelas se recordaba que al igual que el caballo las teme cuando se coloca fuera de su deber, así el caballero debe temer salir de su rango y de sus votos y hacer el mal y que el oro que las cubre significa el honor del caballero con el mas rico de los metales.

El Caballero debía prometer una serie de obligaciones y deberes similares a los señalados en el Temple, así como servir a los pobres de Jesucristo y a los enfermos y cumplir obras de misericordia, asumiendo que la Orden solo le prometía pan yagua, vestidos simples, trabajos y penalidades. Al imponerle la cruz se le recordaba que esta era blanca como signo de la pureza de cuerpo y alma del postulante y que sus ocho puntas simbolizan las ocho beatitudes propias del caballero de San Juan: consentimiento espiritual, vivir sin malicia, llorar y arrepentirse de los pecados, humillarse ante las injurias, amar la justicia, ser misericordioso, ser sincero y limpio de corazón y capaz de soportar las persecuciones.

c) En la ORDEN TEUTÓNICA, el ceremonial era particularmente fastuoso y complejo. El juramento y los votos se pronunciaban ante el Capítulo y fuera de la Iglesia. Luego el postulante comparecía en la Iglesia con coraza, botas y casco empenachado de blanco y negro y sosteniendo un rosario en la mano. En el momento de la ofrenda, con el Gloria, el aspirante daba una pieza de oro y una de plata en el Credo. Después del Ofertorio se le ceñía la espada y tras el canto de Veni Creador todos los caballeros rodeaban al candidato con las espadas desenvainadas saludando al altar, mientras el Maestre le daba los tres golpes rituales, se le calzaban las espuelas y se le levantaba la visera del casco. Tras ello el caballero se retiraba a la sacristía, abandonaba la armadura y la espada y se vestía con hábito negro. Luego, ante el Altar, postrado con los brazos extendidos sobre una alfombra negra, se efectuaban las preces, se le colocaba la capa y la cruz de la Orden, besando el nuevo miembro la mano del Maestre, recibiendo de él el abrazo ritual y dando el beso de la paz a todos los caballeros y a los religiosos.

d) Los Caballeros armados ante el SANTO SEPULCRO, confesaban y comulgaban antes de la ceremonia. Luego iban a la Capilla del Sepulcro, acompañados de los Caballeros y del Padre Guardián. Allí se cantaba el Veni Creator, el Guardián cuestionaba al Caballero arrodillado sobre su nacimiento, su aptitud para sostenerse él y la dignidad de la Orden sin ejercer oficios no honrosos ni comercio y le advertía de sus obligaciones, la misa diaria, sacrificar si necesario su vida y sus bienes en defensa de la religión, propagar la religión católica y defenderla, así como a los eclesiásticos, las viudas y los huérfanos, evitar querellas injustas, ganancias deshonestas, duelos y combates salvo en una guerra justa, no jurar ni blasfemar, no ejercer la usura ni la venganza, abstenerse de excesos de vino y huir de la lujuria y de la impureza, ejercer la hospitalidad y procurar la concordia y unión entre los fieles. Tras ello el Guardián sacaba la espada de la vaina, la bendecía largamente, bendecía también al caballero con imposición de manos sobre su cabeza, le calzaba las espuelas y le ceñía la espada al costado, y, ya puesto en pie el Caballero, con la cabeza inclinada, recibía en los hombros tres golpes de la mano del Guardián y el beso de la paz de éste.

e) En la Insigne ORDEN DEL TOISÓN DE ORO, la simbología inicial griega de la expedición de Jasón y los Argonautas a la Cólquida, cambió pronto a leyendas menos paganas. El Obispo Guillaume de Filastre, Canciller de la Orden, encontró distintos toisones, cada uno propio de una virtud del Caballero, el de Jasón, el de Gedeón, el de Jacob, el de Job o el de David. Esta Orden tenía un fuerte carácter político y por ello el lujo y grandeza de sus ceremonias contribuían al prestigio internacional del Gran Duque de Occidente y a reforzar los lazos entre el Soberano, sus varios estados territoriales y los grandes Señores de éstos. Los Capítulos, celebrados en principio cada tres años, duraban no menos de cuatro días y se solían celebrar en el coro de la Iglesia de una ciudad de los Países Bajos, aunque en la primera época los hubo en Dijon y en Barcelona y en la segunda se celebraron en la Corte de Madrid y en la de Viena.

Los tres primeros días se consagraban a ceremonias religiosas. El primero, a la hora de Vísperas, era la llegada del gran cortejo con trompeteros y heraldos de la Corte, obispos, abades y clérigos y doscientos gentilhombres a caballo, precediendo a los Caballeros y al Duque «solo en su noble magnitud». Los caballeros vestían la túnica y manto de terciopelo escarlata, con el collar de la Orden. La Iglesia estaba engalanada con tapicerías y ricos ornamentos, «adornada en lo posible para que pareciera un paraíso terrestre» y en el coro de los Canónigos el sitial del Duque, los de los Soberanos y los de los Caballeros, ostentaban sus armerías. El segundo día, con el mismo ceremonial se celebraba la Gran Misa de San Andrés, predicando el Canciller un sermón de exaltación de la Orden y armando el Duque a su terminación a algunos simples caballeros. Venían luego la gran comida en vajilla de oro y luego los Caballeros, vestidos de terciopelo negro, asistían a una ceremonia religiosa por los fallecidos. El tercer día había nueva ceremonia religiosa, poniendo en el Coro el inmenso candelero con tantos cirios como Caballeros y adornado cada uno con sus armas, ofreciendo el Rey de Armas el cirio de los fallecidos.

El cuarto día se celebraba el verdadero capítulo, para admitir nuevos Caballeros que allí mismo juraban y recibían el collar y el beso del Duque y de los restantes Caballeros en signo de amor perpetuo. Seguía la ceremonia de «la inquisición» donde cada uno señalaba si alguno de sus compañeros había dicho o cometido alguna cosa contra el honor, el buen nombre y el estado y deberes de la Caballería, por lo que se pedía perdón y se recibían reprimendas y multas. Finalmente se ocupaban los caballeros de los conflictos entre ellos y sus Estados y el Jefe y Soberano consultaba los problemas del suyo y, especialmente, cuestiones de guerra.

f) En las 4 ÓRDENES MILITARES ESPAÑOLAS. Antiguamente los postulantes recibían primero el Orden de la Caballería con sus símbolos, seguidamente el manto, túnica, capa y escapulario y un año después efectuaban la profesión, habiendo pasado algunos meses en las galeras reales y/o en el Convento de la Orden para conocer la Regla y familiarizarse con las costumbres. Luego, en otra gran ceremonia, se pronunciaban los votos de castidad, pobreza y obediencia según el distinto contenido que tuvieron según los siglos y las dispensas papales sobre ellos. Además desde 1652 efectuaban un cuarto voto, «para sostener, defender y guardar en público y en privado que la Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra fue concebida sin pecado original».

En la actualidad se expondrá el ceremonial, según el que fue usado en el Cruzamiento de las Cuatro Ordenes hecho en la Catedral de Sevilla el 10 de junio de 2005. Se efectuó con unidad de acto, aunque fue primero la investidura de la Orden de Santiago y luego la de las otras tres Órdenes, dado que la primera sigue la Regla de San Agustín y las restantes la de San Benito. Los Caballeros se revistieron en la sacristía y, abierto el Capítulo por el Infante don Carlos, se dirigieron en procesión hasta el Coro de la Capilla Mayor de la Catedral. Se inició la Misa de Acción de Gracias y tras la comunión vino el ceremonial de cruzamiento y toma de hábitos que se efectuó delante del Altar Mayor, en el lado de la Epístola y bajo la Presidencia del Infante.

El Secretario del Real Consejo dio lectura al nombre de los admitidos y los Caballeros afirmaron que consideraban a todos dignos de ser admitidos. El Maestro de Ceremonias recogió a los Padrinos y a los candidatos y los acompañó al Altar. Seguidamente se efectuó la «inquisición» de los candidatos, inquiriendo su conocimiento de las condiciones y de las reglas y de su aptitud para cumplirlas.

Tras ello el Cardenal bendijo las espadas y los mantos, se fueron calzando las espuelas a cada candidato y cada padrino tocó con la hoja de la espada la cabeza, el hombro derecho y el izquierdo del candidato, hecho lo cual se quitaron las espuelas a los caballeros y estos se arrodillaron delante de sus hábitos con la mano puesta sobre la cruz de estos, efectuando la promesa y siendo revestidos con el hábito. Luego se rezaron las preces y los Caballeros, tras besar el anillo al cardenal, pasaron al Coro a abrazar a cada uno de los Caballeros y a ocupar su sitio entre ellos. Finalmente tuvieron lugar los ritos de conclusión de la Eucaristía y de la Misa y los Caballeros desfilaron hasta la sacristía para cerrar el Capítulo.

Es interesante señalar algunos datos del gran ceremonial seguido en la época de don Alfonso XIII para armar caballero y vestir el hábito de Santiago al Príncipe de Asturias don Alfonso el 5 de junio de 1924 y el de Calatrava al Infante don Jaime el 12 de abril de 1928. Las invitaciones fueron cursadas en Santiago por frey don Joaquín de Arteaga, Duque del Infantado, Presidente y Decano del Consejo y Tribunal Metropolitano de las Órdenes Militares y en Calatrava por frey don Luis Roca de Togores, Duque de Béjar y Dignidad de Obrero de la Orden de Calatrava. Se cursaron en nombre de S. M. EL REY, Gran Maestre y Administrador Perpetuo por Autoridad Apostólica de las Órdenes Militares, señalando que S. M. se dignaría presidir los Capítulos.

El de Santiago se celebró en la Iglesia del Convento de las Comendadoras de Santiago en Madrid, debiendo asistir los Caballeros de esta Orden con Manto Capitular y los de otras Órdenes, diplomáticos, militares y comisiones de uniforme o etiqueta y las señoras con mantilla. El Capítulo de Calatrava tuvo lugar en la Iglesia de la Concepción Real de Calatrava, con la sola asistencia de los Caballeros de las Órdenes, sin invitados, ya que se trataba de un Infante pero no del Príncipe de Asturias.

En la Iglesia madrileña S. M. ocupaba el centro del presbiterio, acompañado de la Real Familia en el lado del Evangelio y de los Señores Prelados en el de la Epístola. Los Caballeros de Santiago ocupaban ambos lados de la Vía Sacra y detrás y paralelamente a ellos se situaron los Caballeros de Calatrava, Alcántara y Montesa. Al pie del Presbiterio, en el lado del Evangelio, se situó el Gobierno y Autoridades seguido de los Grandes de España y detrás de ambos las familias de los Caballeros. En el lado de la Epístola, se situó al Cuerpo Diplomático al pie del Presbiterio, seguido de las representaciones del Ejército y de las Corporaciones Invitadas.

En la Iglesia de Calatrava el presbiterio tuvo la misma ocupación indicada para Santiago. En la Vía Sacra estaban situados los Caballeros de Calatrava, Alcántara y Montesa y detrás y paralelamente a ellos los de Santiago. Detrás a ambos lados los familiares de los Caballeros, ya que no había Gobierno, ni representaciones diplomáticas o corporativas.

g) En las Reales Maestranzas de Caballería el ritual es austero. Tomamos como ejemplo el actual de la MAESTRANZA DE RONDA por ser la primera en el tiempo según el dictamen de la Real Academia de la Historia de 1921. El candidato admitido comparece en la sede, pasa a la secretaría donde recibe los documentos del doble voto, la «Promesa del Dogma» y el «Pleito homenaje». Seguidamente en el salón, con la única asistencia de los Maestrantes y del Teniente de Hermano Mayor, sin familia ni invitados, jura ante el sacerdote el Dogma de la Inmaculada Concepción y luego solo ante el Teniente presta el pleito homenaje a la Corporación, a sus Ordenanzas y a sus autoridades; tras lo cual se le ordena que tome asiento entre sus nuevos compañeros.

h) En el REAL CUERPO DE LA NOBLEZA DE MADRID, como Corporación laica y palatina, los Caballeros juraban tradicionalmente en el Ayuntamiento de Madrid, que era su sede; sin perjuicio de que el Cuerpo celebrase solemnes liturgias y sermones en las celebraciones de su Patrón San Ildefonso, desde que este Santo lo fue en la segunda mitad del siglo XIX y en homenaje al Príncipe de Asturias don Alfonso, luego Alfonso XII. En estas liturgias rendía honores un zaguanete de los Alabarderos Reales, asistiendo los Caballeros con el uniforme y capa del Cuerpo. Desde la segunda mitad del siglo XX la recepción de los nuevos Caballeros y Damas de la Corporación tiene un carácter más religioso y de formalidades simplificadas.

Desde hace años la ceremonia se celebra en el Real Monasterio de la Encarnación, del Patrimonio Nacional, adornado espléndidamente con alfombras, tapices y mobiliario del Real Palacio. Asisten los representantes de la práctica totalidad de las Órdenes y Corporaciones Nobiliarias, así como los Alcaldes de Madrid y un representante del Ministerio de Asuntos Exteriores, ya que los Alcaldes son Caballeros Honorarios, al igual que los Ministros de Exteriores, Departamento en el que el Cuerpo está incardinado.

Los representantes de las Órdenes y Corporaciones, presididos por el de de la Diputación y Consejo de la Grandeza de España y el Alcalde, así como los postulantes aguardan en la Iglesia la llegada de los Caballeros y su Junta de Gobierno, formados en Capítulo en la Sacristía. Antes de iniciar la misa los aspirantes, llamados por el Maestro de Ceremonias, se acercan al pie del Altar, conducidos por su padrino, y pronuncian su juramento o promesa ante el Presidente del Cuerpo. Tras ello saludan y son presentados a los Caballeros que ocupan la Vía Sacra y toman asiento al final de ella. Concluida la misa, se vuelve procesionalmente a la Sacristía para agradecer su presencia a los invitados, efectuar una oración por los difuntos y cerrar el Capítulo.

i) En las COFRADÍAS Y HERMANDADES NOBILIARIAS, dado su origen, advocación y estatuto religioso, los actos tienen lugar en las Iglesias y son todos ellos muy similares. Los neófitos y los representantes de las Corporaciones invitadas aguardan en la Iglesia la llegada del Capítulo y de sus Autoridades que se ha formado en la Sacristía y entra procesionalmente. Tras ello el Maestro de Ceremonias, en presencia del Superior, Maestre, Prioste o Presidente y de los Eclesiásticos va llamando a los neófitos y a su padrinos, pronunciando aquéllos, de rodillas, las fórmulas del juramento y recibiendo el manto e insignias de la Cofradía previamente bendito, tras lo cual pasan a saludar a sus hermanos, siendo presentados por el padrino y ocupando el último sitio entre aquellos. Seguidamente continúa la misa solemne, a cuyo final se retira el Capítulo procesionalmente y se disuelve en la Sacristía.

Ha podido constatarse que fue en siglos pasados, especialmente en los de la Edad Moderna, cuando la pompa, el ceremonial, el fasto y la ostentación sociales eran características de las Ordenes y Corporaciones nobles, al igual que en los linajes y en función lógicamente de los recursos económicos y/o de la presunción y vanidad social por la apariencia. Con aquellas muestras afirmaban en una sociedad estamental la distinción y calidad social, al tiempo que cada una se singularizaba en su emblemática propia y que todas, mediante la exhibición de uniformes, procesiones, ejercicios a caballo y otros ciertos elementos formales, venían a marcar unas funciones, un cometido o una actividad característica de la entidad y de sus miembros.

También muchas de las Órdenes y Corporaciones históricas mantienen hoy unos rituales que, como señala Atienza Medina, tienen «un cierto envaramiento y arcaísmo en las formas», que por otra parte «comparten con el mundo académico o diplomático o con el mundo de las recepciones oficiales o con cualquier solemne acto municipal». Aunque no todas tengan raíces medievales, sí es la cultura y mentalidad caballeresca medieval la que las inspira, tanto en los principios éticos que defienden como en las formas y simbología.

Por último haremos referencia a un ritual caballeresco ya muy tardío y puramente laico. El otorgamiento de privilegios de Caballeratos, como el de Hábitos de las Órdenes y otras Mercedes, tuvo gran incremento en la Monarquía de los últimos Austrias y especialmente en el Gobierno del Conde Duque de Olivares, dadas las urgencias financieras del Estado para el sostenimientos de guerras, el apresamiento de buques que venían de las Indias por corsarios y piratas y el endurecimiento de las condiciones de la financiación del Reino que imponían los banqueros extranjeros. El Caballerato, una vez obtenido y concluido, permitía después el acceso indiscutido a la nobleza y a la obtención de las oportunas Reales Provisiones en las Chancillerías y Audiencias.

En Septiembre de 1675 la Reina Doña Mariana, durante la menor edad de Carlos II, concedió licencia y facultad al turolense don José Ferrer para ser armado Caballero y para que él y sus descendientes gozasen de los honores y privilegios propios del grado militar. En noviembre de dicho año, José Ferrer, que servía en Barcelona como soldado a su costa en el tercio del Maestre de Campo Conde de Fuentes, solicitó del Virrey y Capitán general el cumplimiento de la facultad real. Reunidos los Oficiales, Caballeros de las Órdenes y Títulos del Reino, y el Conde Fuentes y el Capitán de Caballos Corazas don Antonio de Homs como padrinos, se celebró el acto. Tras preguntar por tres veces al pretendiente si quería recibir el orden de la caballería y si conocía sus deberes, el Capitán General mandó a los padrinos calzarle unas espuelas y él le dio tres golpes sobre la cabeza y hombros y le ciño la espada.

A continuación el Virrey le recordó que debía guardar y prometer tres cosas: «morir por vuestra ley, morir por el Rey nuestro señor natural y morir por nuestra patria» y, efectuada la promesa, el Virrey «lo armó, creó y ordenó caballero y como a tal lo promovió al grado de honor y dignidad de la Caballería y dándole con la mano dijo: Dios y los bienaventurados Santiago y San Jorge os hagan buen caballero y os dejen cumplir lo prometido», confirmándole todas las prerrogativas, franquezas y libertades correspondientes por Fueros de Aragón y por leyes de España, para él y sus descendientes nacidos y por nacer por línea masculina, perpetuamente. Seguidamente le señaló sus armerías y le abrazaron el Virrey y los padrinos, procediéndose a levantar acta notarial de todo ello.


Bibliografía e imágenes

-Apuntes de Nobiliaria y nociones de Genealogía y Heráldica, primer curso de la Escuela de Genealogía, Heráldica y Nobiliaria, lecciones pronunciadas por Francisco de Cadenas y Allende, 2ª ed., Madrid, Hidalguía, 1984.
-Cartagena, Alonso de, Doctrinal de los Caballeros, edición de José María Viña Liste, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1995.
-Esteban y Eraso, Juan Matías, Linajes de Nobles e Infanzones del Reino de Aragón, manuscrito.
-Fuertes de Gilbert Rojo, Manuel, La Nobleza Corporativa en España: Nueve siglos de entidades nobiliarias, Madrid, Ediciones Hidalguía, 2007.
-Guerrero Lafuente, María Dolores, Libro de los caballeros de la Cofradía de Santiago, Madrid, Siloé, Arte y Bibliofilia, 2000, 2 vols.

 
     
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